Pentecostés, bienvenido Espíritu Santo.

Había llegado la fiesta de Pentecostés y ya había pasado la pascua que era la ocasión donde el pueblo hebreo recordaba al cordero sacrificado en Egipto que les había permitido salir de la esclavitud. Fueron también los días cuando Jesús, simbolizado por el cordero, había derramado su sangre para dar perdón de pecados y vida eterna.


Cincuenta días después de la fiesta de la Pascua, era tradición que cada judío trajera a Jerusalén las primicias (era la primera cosecha o los primeros frutos que los traían como ofrenda a Dios en el templo). Esta era la fiesta de Pentecostés. La gente viajaba con animales y con lo primero que había obtenido de su trabajo.

Por su parte, los discípulos estaban juntos esperando la promesa que había anunciado Jesús en cuanto a que otro vendría en su lugar, pero no ya para vivir con ellos sino en ellos.


De repente un fuerte viento conmovió la casa y todos fueron llenos del Espíritu Santo. La promesa se había cumplido. A partir de ese momento ya la voluntad de Dios no estaría escrita en tablas de piedra, sino en sus corazones.


La historia de la iglesia comenzó con la llenura del Espíritu Santo. Los mismos que días atrás estaban llenos de inseguridades y dudas, ahora estaban comenzando a experimentar una plenitud de santidad, gozo, victoria y liberación.

La Palabra afirma que esta llenura no fue solo para los apóstoles del Pentecostés, sino también para nosotros que creemos, cuando dijo: “Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llamare”, y Dios te ha llamado a ti y mi.

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